En 1967, fui casi empujado a definirme, de urgencia, sin matices y por principio, por la enseñanza pública, libre y gratuita. Como así por la vigencia plena del Estatuto del Docente y la estructura organizativa de la enseñanza, a nivel del país, mediante el Consejo Nacional de Educación.
Cursaba el magisterio, en el Mariano Acosta, y la dictadura del general Onganía, que había asumido tras derrocar al gobierno del doctor Arturo Illia, había designado a José María Astigueta, secretario de Educación. La finalidad, entre otras, era la de completar el avasallamiento que se había generado con las disputas de Laica o Libre, en 1955. La revolución fusiladora, a través de Atilio dell'Oro Maini, había pretendido avanzar sobre la privatización de la enseñanza y las escuelas adscriptas a cultos. Que, originaría, entre otros efectos, las universidades privadas, entre ellas la Universidad Católica Argentina.
Onganía, completaría la versión Larkin de los ferrocarriles, en la enseñanza, mediante la eliminación de la carrera docente de cinco años (se establecieron dos años más de especialización generándose un vaciamiento de las carreras de formación) y del Consejo Nacional de Educación, como así la extinción del Estatuto del Docente y derogación de la ley 1420.
El plan era devastador. Y generó -contrario sensu a las reales intenciones- una resistencia creciente de estudiantes, maestros y profesores. Un efecto, impensado por la dictadura de entonces, fue la transformación de numerosas camadas de educadores que se incorporaron a los movimientos transformadores de la época.
La agremiación pasó a ser bien vista entre los docentes. Se mantuvo la jerarquización de las tareas, pero se comprendió que no se habitaba una isla, sino un país atravesado por injusticias y atrasos que la sociedad heredaba generación tras generación.
Recuerdo a mis compañeros de división, como de camada, y las de otros años, que egresaban, en quinto año, con una vocación de servicio, que me permito calificar de ejemplar, en muchísimos casos. Había quienes se iban a enseñar a escuelas de frontera o alejadas de centros urbanos, en villas, como de una gran cantidad que continuaron su formación o integrándose a organizaciones populares.
Un docente palpita a través de sus educandos. No hay milagro más potente que comprobar el aprendizaje y su efecto en las conductas de los alumnos. Por lo que convierte al educador en el principal activo del patrimonio de la Nación. Es la imprescindible polea de transmisión. Sin ella, es decir sin la docencia, falta el eslabón. Quien lo avasalla pretende (de las primeras medidas que implementa una dictadura) silenciar y enjuiciar a los depositarios del saber, encargados de transmitirlo. De tal manera que vale aquello de dime qué educación y medios tiene un país, y te diré qué tipo de gobierno padece o disfruta. O se habita en la clandestinidad o es el brazo ejecutor de convertir, a la educación, en la herramienta transformadora de la sociedad.
Todos sabemos que en el comentario popular está aquello de trabajan cuatro horas y tienen tres meses de vacaciones. Son unos payá!.
No es nuevo. Y más cuando se lo repite desde altos niveles. Es una manera de discriminar como quien la hace con los orientales, negros u homosexuales. Uno ha tenido que enfrentarlo hasta en sectores rezagados de su misma familia. Nadie cobra, en la docencia, por cuatro horas el equivalente de ocho de cualquier trabajo. De modo que un docente de primaria, o de cualquier nivel, necesita hacer dos turnos o jornada completa para acercarse a un ingreso que, siempre, está por debajo del que se obtiene por otras actividades.
No mencionaré a la vocación, el espíritu de entrega, el de la disponibilidad ante demandas constantes de los alumnos, como plus intangible de una retribución o de una profesión. Como tampoco a la exigencia de actualización permanente en conocimientos y habilidades que no se completan al finalizar la carrera, sino que habilitan mecanismos de actualización permanente.
Ni tampoco que un docente integra una tríada, respecto al niño, junto a la madre y el padre. Estos, transmisores de los afectos y habitos esenciales, de las tradiciones y herencias familiares, históricas, sociales del micromundo al que ha llegado. El maestro, integra esa formación inicial, ascendiéndola en su configuración y trascendencia social. Dará envergadura de integración el saber individual a la sistematización de la cultura de la sociedad, del país, del mundo que lo espera.
Es una lástima que quienes no vacilan en atacar a la docencia no recapacitaran sobre esos valores que son depositados en los educadores por madres, padres y demás familiares de todos los estratos sociales y niveles culturales.
Tampoco es cierto que se disponga de tres meses de vacaciones. Aclaro que, consideramos, no porque no se los merezcan, sino porque la tarea educativa no se agota ni en las cuatro horas ni el 8 de diciembre al terminar el ciclo lectivo. La carga administrativa y educativa que recae en todo educador, traspasa la pauta horaria y de descanso. Comprobado hasta el hartazgo está el deterioro de un docente al frente de aula con treinta alumnos durante veinte años, por caso. Atendiendo y formando a niños o jóvenes que, suele ocurrir, en sus casas son demonizados por comportamiento y actividades y que en el aula conforman un todo. Un maestro trabaja con esa materia a la que está obligado a darle forma.
Somos críticos de los procedimientos de protesta que los docentes implementan en defensa de su profesión. En tanto y en cuanto tomen a los alumnos como variable de confrontación. ¿Qué pasaría si los médicos tomaran como tal a los enfermos? El derecho a reclamar y protestar por lo que se considera injusto no valida afectar la formación de los educandos. Desde hace años los procedimientos actuales han mostrado su casi ineficacia. Alguna vez, también, llegó a mis oidos qué importa un paro de los maestros, total el país sigue trabajando. No perjudican a nadie.
Se hace impostergable el revisar las medidas de lucha gremiales de los docentes. Continuar con las que se llevan adelante aumenta el repudio de la sociedad y afecta, sin retorno, la labor educativa y hasta las mismas retribuciones. De la cual el docente se halla intrínsecamente involucrado. Hay que buscar nuevas maneras de protesta. Además, el modo de llevar adelante los reclamos es completamente funcional a la enseñanza privada.
Es necesario que el Estado asuma, también, el papel estratégico de la educación. No sólo en la declamación, o en aumento de partidas que pueden ser representativas en el presupuesto pero insuficientes para atender la necesidad educativa. Con el diseño de una política integrada en los distintos niveles de formación. Con objetivos y finalidades claros y mensurables. Y que se adelante a los conflictos. De manera repetida, año a año, en la semana de inicio de clases, se presenta descarnadamente la envergadura del reclamo y las posibilidades.
La educación no es simplemente una fórmula económica. No es medible con sumas y restas como ha solido entenderlo el neoliberalismo. La educación es un entramado de diversas variables propias del ámbito, como de la sociedad, donde lo económico, para no ser meramente economicista, habita, conjuntamente, con el acceso a nuevas tecnologías, contenidos, instalaciones, tanto o más demandantes. De nada sirven docentes excelentemente pagos sin ningún recurso didáctico ni metas pedagógicas. La educación no es un gasto social, es una inversión al futuro de los argentinos.
En su discurso de apertura de Sesiones del Congreso, que elogiamos como un todo, aún con ausencias y aspectos que no compartimos, la Presidenta, al referirse a los conflictos salariales de los docentes, equivocó su frente de ataque. No en cuándo nos vamos a poner a hablar de los pibes, sino en su descalificación de la docencia que, según su errónea información, trabaja cuatro horas y descansa tres meses. Ha ido demasiado lejos. Tomó argumentos que no se hubieran esperado de su capacidad de análisis y compromiso. Suele, como la no esperada actitud de la instancia institucional más importante del país, tratar el conflicto tirándole nafta al fuego. Curiosa manera de alentar su política de conflictos. La desgasta y la descalifica cuando pretende cargarse al hombro la situación estableciendo una nueva línea divisoria. Con usted o contra usted. No comparto esa manera de acumular fuerzas para emprender nuevas embestidas. No soy un devoto del agravio. Creo, en cambio, en los marcos referenciales de cosenso. En su construcción casi diaria. De mutación constante de la política. Y en eso me parece que la política es como la técnica de los boxeadores. Pegar y negociar. Cuando se pega de manera desmedida, como metralleta de loco, pareciera que lo conveniente es actuar frente al error. Siempre uno puede caer en el exceso. Y siempre hay chance de volver. No hacerlo lo convierte en un agravio.
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